Oósfera sostenedora: del Diario de Sem a Estrellas en sexos de caracol

Por Gonzalo Portals

Texto leído en la presentación de Estrellas en sexos de caracol de Gavril Prinzip

Ojera. El huevo de Ubu. Ojiva-ojera en el alma devastada y el cuerpo cada vez más ex-t(h)endido a ser menos. Ojiva-ojera -ahora ojal- antepuesto a la detonación del vuelo de una bácula en pecho propio como ajeno. La muerte fulmínea del epónimo y su lenguaje. Desocupación del organismo. Semas. ¿Sé más si disturbio, si, exánime de sabidurías desagregadas de mí mismo, perpetúo mis dotes de crispador de vocablos sentenciando el uso de los mismos a la práctica solvente del desgranamiento, de la desestructuración y aun del mutismo? ¿Qué re/cuerdo mientras puedo? Tal vez establezco relaciones de conexión y coherencia con significados, anteriores o posteriores, y modifico nuestro conocimiento a largo plazo. Long term memory. Y asisto, desde luego, a la niña, a sus niñas. Casi puedo reconocer su(s) no-reconocimiento(s) de algo, así como la(s) no-identidad(es) precipitadas. ¿Dónde nos hallamos? ¿Dónde (nos) hollamos? ¿Adjunción, omisión, inversión, sustitución? ¿En cuál de estas celebradas estaciones anidamos nuestras fracciones ser(h)umanas? Aquella socorrida conciencia de irrealidad transita y se inmiscuye (en ella) al punto de no hacerle su vida, sino de perseguir una permanente auto-mirada: niña-ojo-ver(bo) objeto de inmanencias. Sólo desolación, y otra vez la Memoria, esta vez muesca: imposible reconocer qué o quién o cómo o cuándo, apenas el por qué definiendo el error y su belleza. Sima / soma / suma / sema / sama. ¿Zama? Un personaje-mujer emulsionado (al) que se (la) hunde en la eterna e indiscutible senectud de la noche (¿el olvido?), donde, entre otras informaciones de última hora, se le reconoce la predestinación de su fallecimiento y una prefabricación de un sobre-rostro pervertidor de la realidad.

Santidad, no versus simetría, sino en su simetría, pues un solo ojo, el divino, el signo determinativo, es el que alimenta el fuego sagrado o la inteligencia en el s(é)r. Un sol en la boca, verbo creador (enaltecedor de todas las renuncias), consiente y fructifica a Sem, la flor llama(da) ningún lugar, por oposición quizá al patriarca bíblico y a la expansión y fecundidad de los pueblos y la raza. La mirada del dios, sólito y solícito, no es la que se descompone (la sola mirada del ojo único: dios), sino ella, la desgarrada, la desatendida, la contrapuesta a la voluntad -acaso mística- de integración con lo Uno. Y entonces, al no ser propicia tal justeza, ella (cual máscara del ser o ilusión misma) atiende inyectada las tres desintegraciones soberanas: del mundo, del yo y del ser. El afuera poseedor del aire familiar, (antes) lo fatídico inmiscuido entre las hebras dilectas de ese mismo olor, y (todavía antes) la configuración de un pecho de cuya abertura emana la mucosidad verde (¿el musgo?), supone la anulación catedralicia del territorio. ¿Un ser es su lugar? ¿Un-no ser será su no-lugar o perte/inencia? El horror por el error y viceversa. Mu-dez Mudez inevitable. Mudez irreprochable e irrenunciable.

Y entonces: la vida como desierto. Un estado de rapto permanente en el que un(os) signo(s) desafiante(s) de religiosidad (“imagen de la asunción de la virgen”, “yo he visto los ojos de dios en mi interior”, “primer día después del nacimiento a la santidad”), más cércanos al despojamiento, al trance, apenas configuran (u operan) un decorado de sustancias inútiles, casi irreales, pues “ella (la mano que inflige, que se inmola o desentiende de su matador para privilegiar el acto mismo, no al actuante) aguarda -y con pasivo e irredento placer aquello -único como una atadura de su cuerpo (llano), con la tierra (alta)- lo también único que le es digno de espera: “el horror que provoca la propia existencia”. En el Diario de Sem, el narrador es una niña que inventa formas, acaso pictóricas, para abolir la realidad y, como señala su personaje-narrador, “bucear lentamente en el mar del sí mismo en la noche y el vacío (la máquina del sueño)”. En esas realidades exógenas y otras íntimas, no menos legibles unas que otras, tal vez sí distintas, o quizá solo los reversos de su propios rostros, reposa también una referencia al caracol como representación de dos dimensiones contrapuestas. Las formas se descomponen, reconcentrándose, ajustando sus pertinencias. Y es que ese sema no es otra cosa que un recorte de la palabra, que a su vez es femenina. Ahí, en el mundo planteado desde esa esfera de la escritura, el mundo es la palabra. Y por lo tanto, cuando se interna uno en el silencio, vía la excritura, ejercicios que no redundan, que no dan con las esencias, que merodean o apuntan a cuestiones tangenciales, se desprestigia la insidia, y se abandona a una realidad muda y sola como una h (= herida).

Estrellas en sexos de caracol, “solución de continuidad” poética de uno a otro libro, se nos revela bajo el imperio de Joan Miró y sus “destellos del alma”, en que las visiones de ensueño invitan a una reunión afable, no discriminadora entre la poesía y las artes plásticas. Ahí, las formas pictóricas se resuelven sin ansiedades, en campos cromáticos donde los elementos de carácter mágico se nos aproximan suspendidos y unidos con frases poéticas en una mágica juntura de lenguajes. En Etoiles en des sexes d’escargots de 1925, los versos parecen haber ganado, luego de una oportuna exhumación entre las formas cromáticas densas y ambarinas y de un ejercicio de automatismo puro, propio del espíritu surrealista de la época, la corona de un espacio resuelto, casi solar, en medio de un enjambre de volutas o nebulosas que parecen evocar las fisonomías algo lejanas de unos caracoles. Algo más allá, un círculo rojo que captura la esencia de una estrella y buena parte del escenario de las caracolas, prende también y casi al desgaire, la t final de la palabra escargot (caracol en francés) en un ánimo conector entre el dominio escritural-poético y el imaginario-pictórico.

Hay que decir que esta malacología en el arte está presente desde Creta, con sus jarras minoicas y micénicas que datan de entre 1580 a 1100 antes de Cristo. Arcimboldo, Van der Ast, Botticcelli, Beckmann, Dalí, Ernst, Klee, Redon, O´Keeffe y muchos otros utilizaron caracoles y otros moluscos como elementos centrales de sus obras. Y es que hay en ellos varias cuestiones que inquietan: elementos que van desde su fisonomía caprichosa, sus coloraturas, su pretensión abierta y sugerente, su encapsulamiento, su lenguaje particular. Pero también otros igualmente atractivos. Los caracoles, al moverse, alternan contracciones y elongaciones del cuerpo con lentitud, con un espíritu inquieto pero viscoso. Además, producen mucus para aligerar su locomoción, ya que así reducen la fricción y pueden desplazarse por zonas de pendientes elevadas. Ergo, podríamos referirnos a la untuosidad como un mérito para la supervivencia; y es que reduce su riesgo ante las heridas y las agresiones externas, y los ayuda a mantenerse alejados de enemigos potenciales y hasta para desembarazarse de sustancias especiales como los metales pesados. Pero además son hermafroditas, es decir, que deben acoplarse pues no pueden autofecundarse. Así, por ejemplo, los caracoles de jardín se inseminan mutuamente para fertilizar internamente sus óvulos. La cópula se hace generalmente de noche y dura de promedio entre cuatro y siete horas; los caracoles se lanzan una saeta espiral de carbonato cálcico, que desaparece en el interior del receptor, donde se disuelve y libera el esperma.

Pero los caracoles, pálidos soles de pútridas frentes, también son instrumentos-niños, artefactos lúdicos y vitales y sonoros que irradian una música bella, de sexos melodiosos y trazos inflamados en dirección a la noche. Es en esta reanimación de la noche del niño perdido, a decir de Bataille -recuperación y vecindad egureniana- que Prinzip se reafirma en la ruta trazada desde el Diario de Sem de hace ocho años atrás con los versos de Éluard enmarcando la identificación y jerarquía de ese universo: L´enfant la plus inutile / Sans avenir sans mémoire. Fijémonos sino en el texto “Duende” de esta nueva entrega cuando el autor nos dice: “Tengo el cuerpo / de una niña / y el corazón / de un niño / en el interior / de mis ojos / se esconden / duendes y espíritus”. ¿Quién o qué es esa criatura que parece un no-nacido? ¿Quién o qué el laberinto diseñado a partir de sus formas? Acá no vale ya excretar recuerdos para salpicar de sueños los sueños repetidos, ni desorientar a los pájaros bebedores de agua al interior de un círculo de luna, apenas larvar el talismán secreto, entrever la huida del holocausto cuerpo. Hecho percutido por la bondad ínfima de un abismo confirmado una vez más por la dupla corazón / abismo. Como la medianoche, el rapto del gladiolo o la ausencia llameante del vacío. El parpadeo-destino que remueve el sino para cauterizar el es. Ablaciones proyectadas hacia la sevicia madre. Despojamiento de brazos, piernas, pieles, ojos, nada. Quirófago, tal vez. Magisterio de la úngula. Pezuña ida. Porque si un hijo constituye la objetivación humana del futuro, el que no viene, el que no se ha tenido y/o cuelga del ceremonioso árbol de la muerte prematura, no es otra cosa que la dolorosa constatación de su ausencia.

Feria del libro, 29 de julio de 2011

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