Josemári Recalde: soles de la melancolía (a diez años de su muerte)

Por Victoria Guerrero Peirano*

Intermezzo Tropical es una revista de investigación dedicada a temas de cultura y política, pero también es un colectivo y una editorial. En este último proyecto, nos hemos embarcado recientemente todos los que pertenecemos a ella. Hace poco publicamos Dorada Apokalypsis, de Domingo de Ramos, uno de los poetas más importantes de los años ochenta, que perteneció al grupo poético “Kloaka” junto a Róger Santiváñez, Mariela Dreyfus y otros. Siguiendo en la ruta de publicar textos de quiebre y calidad poética, presentamos El libro del Sol y otros poemas, del poeta Josemári Recalde (1974-2000), una reedición que sale a la luz con poemas inéditos que nuestro editor y poeta Luis Fernando Chueca guardaba para un momento como este.

Josemári es un amigo generacional, un poeta de la Universidad Católica, en la que también estudié (muy cercana geográficamente a la Universidad Mayor de San Marcos donde el poeta empezó una maestría, y cuyo diálogo intelectual con los estudiantes de la Católica ha sido muy estrecho, al menos en aquellas épocas). Josemári vivía en áreas cercanas a esta última, en los distritos de Magdalena y San Miguel, en sus callejuelas antiguas al lado del litoral. En esa maravillosa área fantasma cuyas casonas antiguas amanecían inundadas por la neblina limeña y que ahora han sido arrasadas por el boom de la construcción vertical y la economía de libre mercado, me crié yo también. No podría imaginar a Josemári sin ese paisaje, sin ese halo que venía detrás de él ni a aquellos compinches que lo acompañaban en su camino. A todos los que vivimos por allí en aquella época, estoy segura de que nos hizo al menos una visita una vez en nuestra vida. Era un tipo excéntrico, que vivía entre la erudición y el amor por el lenguaje, compartido con un exhibicionismo rimbombante curtido en la bohemia del centro de Lima.

Este libro es testimonio de esa personalidad compleja e híbrida del poeta. La unión de disímiles tradiciones, las judeocristianas y los ritos vinculados con los pueblos amazónicos, sus chamanes y mitologías. Todas tienen, aparentemente, poco en común, y, sin embargo, el poeta ve en ellas la mística, el paralelismo y las intersecciones. Lo mismo se puede decir de sus estilos tan personales como en el poema “Yo tenía doce o trece años” a imitación de Keats, o los textos más modernistas en la vertiente dariana e incluso épica del canto a la América nueva y libre, y en los poemas místicos vinculados con su encuentro con la Amazonía en la última etapa de su vida.

La candente conexión de lo mundano y lo divino se muestra en este puñado de poemas, que refleja, finalmente, la vida misma del poeta. Todas estas indagaciones no son sino intersecciones complejas, quizá producto de aquella hibridez de la que ha bebido en la tradición cultural americana y, particularmente, el Perú. Lo occidental no nos define completamente, pero tampoco nuestra mitología nativa, sus creencias y sus ritos. Estos elementos son los que –me parece– se intenta fusionar en este libro; y ese, por cierto, es su verdadero valor, no como producto de una perfecta y coherente factura, sino de una continua búsqueda, que, al mismo tiempo, define su propia estética. El título El libro del Sol (ahora El libro del Sol y otros poemas) nos está invitando a andar por caminos luminosos, pero ¿no existe también acaso el sol negro de la melancolía?

Y, sin embargo, no todo es ritualidad y mística. No nos confundamos, pues en la poesía de Recalde está presente “Lima, la bella” y el espacio de la infancia, con una ternura y una emotividad tan íntimas que a uno lo invitan a ingresar casi profanamente en el espacio privado de las relaciones familiares. Ya desde la dedicatoria, el poeta nos abre su mundo de afectos personales:

A mi padre, Josemaría el grande,

amante de los doce ángulos,

el sol de medianoche y

el silencio, estos soles envío,

que un

parhelio habían de formar

con el de tu corazón


A mi hijo, Josemaría, bautizado

“Barímpiko” a elección de sus padrinos

shipibos. Significa “el esplendoroso sol

que se levanta”


Esto también se observa en poemas como “Correo intercelestial”, una carta poética dirigida al padre, y “Scrabble”, un texto que compara la paz del juego con la perfección de un momento familiar:

¿Dónde estás?, padre mío

¿En el recodo de qué saudade recogeré tu mirada?

¿Hace cuanto que tú y yo estamos solos?

Tú, en tu mundo de allá, sinigual

Yo, en el permeado de acá (“Correo intercelestial”)

Desde niño recuerdo a mi familia congregada en

torno de la paz irrompible del scrabble. Sí, recuerdo

el momento. Recordar. Evadirse del presente.

Recordar, simplemente. (Scrabble”)


Ambos, ciertamente, son poemas que se vinculan con la tradición: Vallejo y Eguren, los fundadores de la poesía moderna en el Perú.

César Vallejo nos legó la vanguardia experimental, así como una poesía solidaria y política. A la par, José María Eguren, poeta claro y sencillo –como diría de él el gran poeta puneño Carlos Oquendo de Amat, autor del hermoso libro 5 metros de poemas– nos sumergió en el simbolismo, en su mundo de muñecas y fantoches, en el amor por la miniatura. De esa corriente también bebió Josemári, y lo sé no solo por la lectura de este libro –que tiene un poema dedicado al maestro Eguren–, sino también por nuestras conversaciones. En aquel tiempo, por ejemplo, él, al igual que yo, quería escribir su tesis sobre la poesía del autor de Simbólicas.

Recordar al poeta es también recordar su muerte y, con ella, el terrible final que, para mí, es la metáfora de una generación poética, la de los años noventa en el Perú. Estos años fueron muy duros para una generación que recién empezaba a darse a conocer. La década anterior había sido bastante convulsionada debido a la guerra interna y al desastre económico que vivió nuestro país. Así, los noventa no se abrían con esperanza, sino con dureza: un escenario de violencia política, el autogolpe de Fujimori en 1992 y la atroz política económica neoliberal. En ese escenario, escribe un Josemári a ratos lúcido, a ratos alucinado, y su muerte es el final de aquella época desencantada.

Esta nueva edición de El libro del Sol es un rescate de aquellos años y de esa búsqueda por el sentido y por la belleza. Si el poema final del libro aparecía como un testimonio de parte: “Al final de los mitos / cuando todo se halla evaído / encontraremos quién sabe una luz, /no no quiero / pertenecer más a la realidad verdadera / nin a la falsa, / por eso incendio mi cuerpo”. Ahora, con los nuevos poemas, también complejos y diversos –aunque muchos anclados en la temática chamánica y amazónica–, se abre una nueva luz y una lectura distinta de aquellos años oscuros. En el rescate de aquella búsqueda, de aquella diversidad de tendencias, que pueden dar la sensación de pérdida y laberinto, está el Sentido –del que ha escrito el poeta Luis Fernando Chueca, coeditor conmigo de este libro y editor del primer Libro del Sol, además de recopilador de los textos del poeta–, que se hace y se deshace a la vez.

No es la búsqueda de unidad lo que vincula a estos textos, sino la búsqueda de un sentido de sobrevivencia en un mundo hecho cada vez menos para el disfrute y el contacto con la mística y la naturaleza, y, por el contrario, creado más bien para el artificio del consumo incesante y banal; realidad en la que el poeta intentó ir a contracorriente, aunque en ello también se le fue la vida.

Valga esta edición para celebrar su poética y las caminatas, con un cigarrillo en la boca, por los acantilados de San Miguel. Es una manera de vindicar a un viejo compañero de ruta.

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* Este texto salió publicado en el número 34 de la revista Guaraguao (Barcelona) a propósito de la edición que hiciéramos del Libro del Sol con nuevos poemas, la publico aquí al cumplirse diez años de la muerte del poeta.

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